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Utopía de un pueblo turístico

Oscar Wilde, el afamado escritor inglés, solía decir que lo único que él no podía resistir era la tentación. Sin pretender imitarlo, debo confesar que el reto de convertir al municipio de Pimentel, mi anodina cuna, en un exitoso producto turístico me tienta irresistiblemente. Pero fue Henry Thoreau quien dijo: “En vez de amor, dinero o fama, dame la verdad.” Y en honor a la verdad debo también admitir que la tarea en cuestión representa un formidable desafío. Intento responder aquí con una estrategia de muy bajo costo que ilustra el dictamen de que el turismo es pura imaginación.

A pesar de que su gente está preñada de bonhomía y de una actitud hospitalaria, Pimentel llama la atención de pocos potenciales turistas. Como la mayoría de nuestros pueblos del interior, los que lo visitan son amigos y parientes de los que allí viven, amén de los que por algún motivo mercurial hacen el peregrinaje. Ahí no hay playas ni balnearios de rio que puedan actuar de imán, ni tampoco se conoce otro atributo que pudiera despertar la curiosidad callejera o incitar al morbo. Así como está hoy día, no existen los atractivos para considerarlo un destino turístico célebre. Para lograr eso habría que transformarlo.

La estrategia de transformación deberá hacerlo célebre a nivel nacional primero. De ahí que las intervenciones para crear al nuevo “producto turístico” deban apelar al imaginario popular y la idiosincrasia del dominicano. La repercusión en el mercado internacional vendría por añadidura. Como el financiamiento de cualquier estrategia parecería huidizo, tales intervenciones tendrían que limitarse a algunas obras físicas y algunos eventos claves con vocación de perpetuarse. Si los costos son bajos podría quizás evitarse que el recetario parezca descabellado.

El primer paso es cambiarle el nombre al pueblo. Lo que originalmente se llamó Cuaba, luego pasó a llamarse Barbero cuando allí se estableció un peluquero que cosechó gran fama. El nombre actual se lo impuso Lilis cuando, durante una breve visita, le pidieron ponerle Villa Heureaux. Alegando que ese nombre no sobreviviría después de su presidencia, prefirió bautizarlo con el de Pedro Antonio Pimentel, uno de sus generales restauradores. Pero al no ser este una figura de gran relieve histórico, el nombre condena al pueblo al anonimato. En gesto libertario contra el dictador, los actuales habitantes escogerían un nuevo nombre que hechice, sugiera magia y provoque sensación.

La siguiente tarea seria cambiar la faz del pueblo para agasajar al visitante. Una arborización masiva lo convertiría en un bosque para que deje de ser una pedestre huella urbana. Luego habría que pintar todas las viviendas de blanco, al estilo de los pueblos blancos de España o de las islas griegas. A eso debe acompañarlo una siembra también masiva de flores, ajardinando las calles y las entradas del pueblo y colgando cestos de flores de los postes del alumbrado. Si la Rosa de Bayahibe, la flor nacional, no se presta para ser monopólica en el esfuerzo, la opción sería sembrar especies multicolores que contrasten con el blanco de las edificaciones. Y los nombres de todas las calles se cambiarían para que fueran de flores encopetadas, rellenando cada calle solo con la flor de su nombre.

Si lo anterior no logra diferenciar el “producto turístico”, un solo evento de bajo costo podría lograrlo a nivel nacional. Se llamaría hiperbólicamente Festival Nacional de Adán y Eva y se celebraría todos los años el Día de San Andres. Los mayores de edad no se desnudarían por completo durante un día entero, sino que llevarían bikinis (las mujeres) y atrevidas tangas (los hombres). Los visitantes podrían ese día intercambiar almidón/harina con los residentes en recordación del santo, moderando así cualquier emanación lujuriosa que pudiera surgir de semejante estado de ingravidez vestuaria.

Este irreverente evento pondría al pueblo en el mapa. Para reforzar su magnetismo se cavaria, a lo largo de su Avenida Independencia, un canal navegable desde el cercano Rio Yuna hasta La Estancia, el otro extremo del pueblo. Pintorescas góndolas podrían así pasear a los visitantes por su geografía en poco tiempo. Y ya que recientemente se dragó ese río desde Arenoso hasta Sanchez, no vendría mal que el dragado llegara hasta Pimentel. Eso permitiría celebrar competencias anuales de canoas o cayucos y hasta incentivar a los turistas extranjeros de Samana a visitarlo en botes de motor. Reconstruir el ferrocarril que iba de Pimentel a Sánchez sería una opción mucho más costosa, abordable talvez luego.

Con lo anterior bastaría para que el pueblo del nuevo nombre ocupara un sitial inconfundible entre nuestros compatriotas. Pero hay un sinnúmero de otros elementos y actividades que podrían orquestarse mensualmente para que los extranjeros lo quisieran explorar y el flujo de visitantes fuera constante. Las opciones incluirían las fiestas, el erotismo, el arte, la música y el “Juego de Domino” (título de una premiada novela del compueblano Manuel Mora Serrano). Para cada uno de estos renglones se podrían inventar eventos que proyectaran al pueblo como una poderosa atracción turística. A seguidas algunas ideas al respecto.

Las fiestas, por su lado, apelarían al espíritu dionisíaco de los turistas de toda laya. Sin tener que importar de Brasil las ideas festivas, se crearía la Jarana Internacional de la Bachata y el Ron donde se premien cada año las bebidas de ron y las bachatas más creativas. Y no sería muy difícil crear unas Fiestas Patronales que se convirtieran en el gran Festival Nacional de Palos y Atabales, o crear un carnaval especializado que se fundamentara en los personajes pintorescos del pueblo. Los pimentelenses pueden inventar múltiples otros eventos festivos que conciten atención a nivel nacional e internacional.

En cuanto a música las ya fallecidas estrellas musicales del pueblo, Luis Kalaff (“Aunque me Cueste la Vida”) y Bienvenido Brens (“Peregrina sin Amor”), podrían talvez motivar presentaciones gratuitas de artistas contemporáneos. En el arte habría que entusiasmar a la juventud para que produzca pinturas, esculturas y grafiti que puedan desplegarse en las calles. La poesía tendría también su rol en los fucilazos de un Festival Nacional del Poema Popular, un evento de libaciones y declamación de poemas. Y para atraer con motivos eróticos no se requeriría esculpir gigantescas estatuas de los órganos genitales (como se ha hecho en otras latitudes), sino apelar a las saetas de Cupido, al romanticismo y a la dulce sinfonía de los besos y abrazos.

¿Qué hacer con la gastronomía, la moda, las rutas y senderos, los productos agrícolas (incluyendo la famosa torta de maíz pimentelense), los deportes, la religiosidad y hasta el aire? (En Vermont venden una latita de su aire puro por un dólar.) Aunque nos cueste la vida, soñemos, por ejemplo, con que se traslade a Pimentel el Museo de las Telecomunicaciones para celebrar allí anualmente la Feria Nacional del Teléfono Móvil. O con un gigantesco aviario con las 32 especies de aves del paraíso que existen en Nueva Guinea. La estrategia se completaría con el uso creativo del sitio web del pueblo, un canal de YouTube y varias cámaras web que transmitan en vivo (por Internet) la vida pueblerina cotidiana.

La ejecución de la estrategia esbozada requeriría recursos líquidos. Pero si los habitantes se organizan y arriman el hombro, usan las redes sociales y además consiguen patrocinios, la inversión necesaria no sería inalcanzable. El MITUR podría proveer los fondos semilla como un experimento de diversificación del producto turístico nacional. Después de todo, si una tercera parte de nuestros pueblos hiciera algo similar, en el país no cabrían los turistas. Estimular la innovación turística es un acto patriótico que, potenciado, podría convertir a la RD en un potosí de “turismo creativo”, atrayendo a los modernos peregrinos con amor. (Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.)

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