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Hugo Chávez, el revolucionario del Siglo XXI, cumple un año de ausencia física

Hugo Chávez, el revolucionario del Siglo XXI, cumple un año de ausencia física Foto/Andes

Por Santiago Aguilar Morán / @literatango

La primera señal de que la muerte se instalaría en la casa de los Chávez Frías la percibió la madre, Elena. Aquel 05 de marzo, una mosca negra salió de entre la lámpara que tenía sobre su mesa de noche. Eran las cuatro de la mañana. La mujer se preparaba para ver a su hijo Hugo en el Hospital Militar de Caracas, donde estaba desde el 18 de febrero, y el zumbido del insecto salido de la nada entró por sus oídos, llegándole hasta el corazón. A las 16:25 de ese mismo día, la temida premonición se hizo realidad.

El azar quiso que el lugar donde este periodista conociera en vivo al comandante Hugo Chávez sea el mismo en el que ahora yace –pálido, grande, muy grande–, muerto. En 2005, el XVI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes tenía como temática "Por la Solidaridad y la Paz, luchamos contra el imperialismo y la guerra". En ese encuentro, Hugo Chávez saltaba mientras el Campo de Marte del fuerte Tiuna, repleto de ciudadanos del mundo, repetía: "¡El que no salta es yanqui, el que no salta es yanqui!".

Chávez, sin saber aún del cáncer que crecía en su cuerpo, no ponía límites al derroche de fuerza y energía para saltar, para gritar, para dar un discurso de más de dos horas que el público escuchaba atento, que solo se interrumpía con aplausos y gritos y más saltos.

Hijo de maestros de primaria, el niño Hugo Chávez creció con su abuela Rosa en una casa de palma, con paredes y piso de tierra. Cada vez que venía la lluvia llegaba con la angustia de la mano porque la casa –de palma, con paredes y piso de tierra– se inundaba.

Creció con sus sueños de beisbolista y entró al ejército para, esquivando los baches de la pobreza, encaminar sus pasos por el camino de la Revolución. Lo que hizo en el gobierno, al que llegó por elección popular en 1995, lo conocen todos, pero sobre todo los venezolanos más pobres. Yomaira Nieves, una mujer que vende discos compactos en la entrada Propatria del metro de Caracas, ama a Chávez, a él le debe su vida. La vendedora informal padecía de un cáncer cuyo tratamiento costaba USD 80 mil, cifra imposible de pagar para ella. Casi desahuciada llegó hasta un hospital estatal donde el tratamiento fue gratuito. Ese es el legado de Chávez –dice-: la vida.

El azar, y nada más que eso, quiso que mi segundo encuentro con Hugo Chávez sea aquel 7 de octubre de 2012, cuando la resolana caraqueña no mostraba una nube cubriendo la alegría de los venezolanos que acudieron a las urnas para elegir presidente. En la noche, expectantes aguardaban la lectura de los resultados que determinarían si Hugo Chávez seguía o Henrique Capriles iba a ser el nuevo habitante del Palacio de Miraflores.

"¡Viva Chávez, no joda!" fue la frase que más del 54,42% de venezolanos gritó apenas Tibisay Lucena, presidenta del Consejo Nacional Electoral, anunció que había Chávez para seis años más, que el pueblo se había pronunciado, que los derrotados nada podían hacer frente a la voluntad popular.

No bien acabó la alocución de la funcionaria, los caraqueños salieron a las calles: nada los detenía, ninguna señal de tránsito tenía sentido en medio del griterío, de los juegos pirotécnicos, de los pitos y silbidos. Los claxon eran la única señal para hacerse a un lado, para esquivar los cientos de motocicletas que circulaban celebrando.

Los "pata al suelo", los pobres, bajaban de los cerros, en la mano la bandera de Venezuela y en la garganta un solo grito "¡Viviremos y venceremos! ¡Chávez, corazón del pueblo!". La alegría se contagiaba, la inconmensurable masa caminaba y guiados sus pasos por la voz del líder, llegaron hasta los exteriores del Palacio de Miraflores.

La marea incontenible gritaba que Chávez no se va, que la espada de Bolívar camina por América Latina, que los escuálidos nunca más, que el pueblo sí, que otra vez. Ebrios de pasión, los caraqueños mostraban cómo hizo carne en ellos el discurso del mandatario. No en vano el 80,94% del padrón de habilitados concurrió a las urnas, en lo que constituye la más alta participación de las últimas décadas.

Eran pobres los que iban a escuchar a Hugo Chávez, tan deshilachados los cabellos como sus ropas; negros, sudorosos y llenos los rostros de esperanza.

Llegó el relegido y habló; dijo que el pueblo decidió, que la de ese pueblo era la voz de Dios, que le agradecía y pedía a las alturas que le dé salud. La gente correspondía sus agradecimientos con aplausos, con vivas y hasta con lágrimas. Chávez sacó la espada de Bolívar –la original­– y la mostró. Que los ideales de Simón eran los de independencia, que los de estos tiempos eran los de la libertad, que acá el imperialismo –en medio de esa muchedumbre que tenía vida propia– ya no tenía cabida, dijo.

Al final de la jornada, cuando ya daban las 2:30 de la madrugada del día siguiente, quedó solo un reguero de vasos, latas de bebidas y uno que otro caraqueño que caminando rumbo a casa repetía: "¡Viva Chávez, no joda!".

El fuerte Tiuna está ahora lúgubre, silente, guarda en su interior el cuerpo del comandante Hugo Chávez Frías. El fuerte Tiuna es otra vez el escenario donde lo encuentro, ya descansando, con una leve sonrisa dibujada en el rostro, pero muerto. Nos encontramos por tercera y última vez.

La noche en Caracas, la primera noche en que el pueblo venezolano vuelve a ver a su presidente después de que este delegara el poder a Nicolás Maduro, está triste. Es una tristeza que no se contagia, una tristeza en la que todos parecen haberse puesto de acuerdo, que se genera en la capilla ardiente donde permanecen los restos de Hugo Chávez.

Los restos del recio hombre salen del Hospital Militar. El recorrido por las calles de la ciudad es de apenas ocho kilómetros y, sin embargo, dura siete horas gracias a la marea humana que sale de sus casas a despedir con banderas y pañuelos, con afiches y boinas, con la voz y con los puños, al hombre que, ante todo, sembró amor.

Apenas sabe de la muerte de Chávez, la pequeña Diana –caraqueña de seis años– dibuja en un papel arrugado la imagen del mandatario. En la esquina superior derecha escribe, con trazos ligeros, torpes, tiernos, sin saber del todo lo que significa la muerte: "Te amo, Chávez". Ahora, la niña y su madre hacen fila en las inmediaciones del Templo de Honor Simón Bolívar, quiere despedirse de su comandante, dejar sobre su ataúd el retrato de crayón.

Como Diana y su madre, son miles y miles los que copan lo exteriores de templo que acoge al hombre que cambió la historia de Venezuela y de la región entera. Todos quieren verlo, agradecerle, llorar las últimas lágrimas ante su imagen; quieren tocarlo pero ya no se puede; quieren hablarle aunque él ya no escuche; quieren oírle decir sus metáforas, pero la ronca voz que llena de esperanza, yace ahora solo en el recuerdo.

En medio de la noche, la avenida Bolívar –que conduce hasta donde está el cuerpo del Comandante de la paz– no puede disimular el reguero de vasos, botellas, zapatos y sandalias que deja el paso de la marea humana que va en busca de Chávez, por última vez. El Panteón de los Próceres, un imponente monumento a los libertadores del continente, que está de camino hacia el fuerte Tiuna, también es testigo de los penosos acontecimientos. En ese sitio –tallados en mármol negro– están Páez, Sucre, Bolívar, Urdaneta, Nariño, Bermúdez, Piar, Arismendi, Brion, Ribas y Miranda. El pueblo, sabio como es, pasa por el lugar, mira 20 metros hacia arriba –donde está Simón Bolívar– y dice: "Aquí falta Chávez".

A las 19:10 entra el cuerpo de Hugo Chávez tras recibir las lágrimas y vítores del pueblo. Aquí dentro lo esperan sus otros amigos, algunos de los presidentes con quienes compartió sus anhelos de libertad y paz con justicia social: Evo Morales, Cristina Fernández, José Mujica y su esposa, hacen su guardia de honor ante el féretro cobijado por la bandera de Venezuela. A los pies del ataúd yace la espada Sol de Perú, que el mismo Chávez rescató del olvido. Esa espada le fue entregada a Simón Bolívar por su valentía y decisión de liberar a los pueblos de América. Ahora yace a los pies de quien no necesitó desenvainarla para lograr los mismos objetivos.

La misma guardia de honor la hace su madre –que el día anterior presintió su muerte-, y sus hijas; sus compañeros de armas de la generación de 1975, bautizada precisamente con el nombre de Simón Bolívar, también hicieron la guardia. Atrás de todos ellos, como vigilando el orden aunque visiblemente afectado está Nicolás Maduro, quien asume el cargo de aquí a treinta días, cuando el pueblo vuelva a las urnas a decidir su futuro.

Aquella noche, por doquiera que uno ande en Caracas, la voz de Alí Primera repite que "los que mueren por la vida no pueden llamarse muertos". La gente lo asume y cesa el llanto. Son las 03:00 del 07 de marzo y la gente sigue llegando, dicen que no se van hasta despedirse de su comandante. El camino está plagado de gente que vende fotos de Chávez, afiches de a 3 por 20 Bolívares, agua, gelatinas y arepas con café.

Cansado de esperar, cerca de las 03:15, un hombre se retira a su casa. De pronto en su camino, al pie de un árbol, con la mano derecha en gesto de saludo, Hugo Chávez lo sorprende en un afiche. El hombre mira, dubitativo entre seguir a su casa o regresar y esperar su momento para verlo. Finalmente, decide marcharse. Mueve su mano derecha, despidiéndose: "Chao, Chávez. Mañana vengo a verte, mañana tempranito".

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