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De gallos y galleras

Tíguere gallo, lava-gallo, cantó como gallo y puso como gallina, como gallo en su gallinero, ¡Ese es un gallo!, gallo loco, son de las expresiones populares en Gallilandia.

Tan paradigmático ha sido el gallo que desde finales del siglo XIX y en el primer tercio del siglo XX los principales partidos políticos lo tuvieron como símbolo: uno bolo, patas blancas y patas prietas (jimenistas, y desideristas); otro coludo (horacistas); y un tercero, el coli-tuerto (ex lilisistas). Y como una resistencia del ruralismo, resurge de nuevo el gallo político en la década del 60, hasta hoy día, aunque ya herido, teñido y de tenue cantar.

Y qué decir de esa especie de pirámide circular que es la gallera, que de círculo en círculo, tornados a veces en infierno, como en la Divina Comedia, llega al círculo inicial, donde se da un ritual holístico, poco estudiado aún, como si se ha estudiado, por ejemplo, al colmado (Moya Ponz), o los salones de belleza (Murray/Ortiz), espacios significativos de la cultura nacional.

No importa donde usted se coloque, al lado de este o aquel, siempre le arrastrarán los gritos, empujones, miradas fulminantes, maldiciones, peticiones, tragos a pico de botella y, en ocasiones, hasta una asentada galleta.

La gallera es la organización desorganizada, el caos del universo cuasi perfecto. Contabilidad sin papeles ni auditoría.  Cuál es, en realidad, la finalidad de la gallera? Diversión? Vicio? Compensación? Sadismo? Escape? Transformismo folclórico? Reafirmación machista? Diletar?

Los hechos: dos personas, dos gallos, dos espuelas, un juez, una apuesta multiplicada, una palabra empeñada,  ciencia, arte, brujería, dedicación, mitos, habilidades. Todo frente a frente, por sí o por delegación.

Pero no hay realización de la mercancía, recordando a Marx (1864), si no hay pleito. El pleito es el leitmotiv de la gallera. Sin pleito no hay gallera ni hay galleros. Siempre con el bautizo de la sangre. Allí los embajadores, mediadores y comisionados quedan desempleados. En el corazón de cada gallero, en su frente y en su bolsillo siempre hay una espuela y una disposición para el combate. La suerte siempre está echada, aunque se escurra en los asientos.

Toallita al hombro, buche de aguardiente, tabaco masticado, si se juega limpio. Unturas de creolina y amoniaco, y polvillo de sal y pimienta en las alas, cuando se juega sucio. Espuelas postizas, de hueso, nácar y concha, y últimamente, para que el combate sea más rápido, navajas verticales. Todo un circo romano, donde la muerte es el placer excelso.

Doy 45 a 30; doy 45 a 20; pago 20 a 15; cojo 15 a 10. El doy y el pago se confunden; los números se asemejan, en medio del éxtasis 8 y 18, 15 y 5, jueves y viernes, marzo y mayo suenan igual; al final surge un lenguaraje y la gallera es una Babel, donde es difícil identificar lo que cada quien ha dicho, prometido, peticionado y quiere.

Pero el pleito debe darse, y para que haya un ganador un gallo debe sucumbir, desplomarse, picar y no encontrar a nadie, tomar el camino contrario de su  adversario, respirar sangre, a borbotones, más exactamente morir.

Cada gallero le dedica uno o varios años a su gallo, lo hace parte de su familia, de su vida, y extrañamente su amor prepara el holocausto. Si pierde enterrará o se comerá a su muerto, si gana, lo más probable es que arrastre a un discapacitado. Entonces, quién es que en la gallera gana?

La diversión, si fuera tal, se convierte en tristeza y en pena, y a golpe de espuelazos, se entroniza la obsesión, la amargura, la pesadumbre, hasta llegar al mea culpa y a la desesperación. El gallero termina en melancólico.

Así, no hay ganadores espirituales en la gallera. Tan solo melancolía.

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