Publicidad
Imprimir esta página

1. El precipicio maldito: Leyenda del Salto de Jimenoa

Otra leyenda sobre nuestros aborígenes  tainos de Jarabacoa y los españoles que lo exterminaron es la que nos presenta Jesús de Galindez, en su obra Cinco leyendas del Trópico. Veamos.

“Fue hace muchos años, mucho antes de que vinieran los haitianos. Era por entonces amo y señor del valle y de todos sus hatos, don Juan de Jaraba, último vástago de la recia estirpe de colonizadores que dieran su nombre al valle; joven, fuerte, en la plenitud de la vida, heredó de sus mayores la decisión y la audacia.

Temido de sus esclavos y admirado por las mujeres, su nombre corría de loma en loma con satánica aureola. Que poco valía para la vida humana y la virginidad era tan sólo acicate de sus deseos.
 
Una sola mujer resistió su lujuria, y acaso por ello fue la única que a la postre consiguió rendirle.
 
Jimena se llamaba la moza. Tierno capullo apenas abierto a la luz del día; bella como el amanecer; soñadora y pura.
 
Una Mañana marchaba Don Juan a caballo por los pinares que cerraban sus posesiones, cuando, al acercarse a la ribera de un arroyo, sus ojos desfloraron la confiada desnudez de la muchacha, quien, ignorante de su presencia y fiada en la soledad del paraje, retozaba en las aguas que besaban sus carnes ebúrneas y transparentes. Manjar de Dioses para el sensual caballero. Más acaso fuera la sin par belleza de la criatura, acaso la sorpresa, o tal vez un último vestigio de delicadeza, que, tascando sus impulsos lujuriosos, frenó el caballo, y, guarecido tras unos matorrales, contempló la escena ocultando su presencia.
 
Sólo un rato después, cuando ya vestida y peinada subía hacia el camino, se atrevió a abordarla requebrando su hermosura. La muchacha bajó los ojos y trató de apretar el paso esquivando sus acosos. Que bien pronto había reconocido al Señor de Jaraba; y el corazón le palpitaba de miedo, y acaso de emoción inconfesada. Llegó un instante en que Don Juan le cerró el paso pretendiendo abrazarla; era el sistema que nunca le fallara. Más la doncella, recobrando fuerzas en su pudor ultrajado, abofeteó reciamente las mejillas que se acercaban anhelantes de lujuria. La sorpresa detuvo unos instantes al osado galán, lo que aprovechó la pudorosa virgen para deslizarse a través de una valla espinosa y huir llamando a un forzudo mastín, que pronto acudió en su ayuda.

Aquella noche los deseos insatisfechos desvelaron al Señor de Jaraba, mientras ‘un rubor de vergüenza desvelaba los sueños de Jimena, sueños que, pese a sus propósitos, se adueñaron de su alma cuando a la siguiente mañana escuchó el galopar de un pesado caballo en la senda que conducía hacia la estancia familiar.

Que era guapetón y fornido el mozo, y la sangre bullía en las venas de la mozuela. Varios días duró el cortejo; y al fin, vencido de amores, le ofreció matrimonio para hacerla señora del valle. Y aquella misma tarde, a la grupa del brioso alazán la llevó hasta la iglesia de la Santa Concepción de La Vega Real, donde un atemorizado vicario les unía en santo vínculo, dispensando proclama y cánones superfluos.
 
La brisa peinaba los pinares y cantaba por las torrenteras, cuando treparon el puerto con las primeras sombras del anochecer. Al llegar a la cima, reposaron un instante, contemplando el valle.
 
-Jimenoa, todo esto es tuyo. Y tú eres mía.
-Para siempre, Don Juan.
 
El caballo partió al galope rumbo hacia poniente. Un beso frenético selló la entrega de la doncella virgen, enamorada del hombre varonil y audaz, sin pensar en nada más que en su amor. Y los rumores de la noche esparcieron por el valle la buena nueva de que el solar de Jaraba había ganado una linda castellana, y sus moradores una dueña todo corazón. Jimenoa, como é1 la llamó con el acento de sus mayores.
 
Algún tiempo duró su bienhechora influencia; jornadas de ilusión, de las que nació un tierno vástago, Miguel José, en quien los ojos azules de la madre rompían la dureza de facciones de los Jaraba. Y el padre, cansado acaso de la prolongada monogamia, reservó todo su cariño para el futuro heredero cuando sus ardores de galán le lanzaron de nuevo a la conquista de sus esclavas y vecinas. Más el amor de Jimenoa permaneció intacto, ciega a toda infidelidad, soñando en aquel galope sensual a través de los pinares.

Mientras Miguel José crecía, la fama de Don Juan cobró nuevos tintes sanguinolentos. Nunca como entonces fueron forzados sus hombres al agotador trabajo en las minas de oro; nunca como entonces rugió el látigo sobre las cuadrillas de esclavos; nunca como entonces su nombre fue odiado en el valle.

Cierto día, un venerable dominico, de luenga barba encanecida por los años de apostolado, subió desde la ciudad de La Vega.
Esclavos fugitivos le contaron los horrores que acontecían en las apartadas lomas, feudo de los Jaraba, y con el mismo celo que antaño vibrara en los labios del Padre Montesinos, marchó a cumplir con su deber de caridad.
 
Primero recorrió los ranchos y bohíos, cicatrizando heridas y mitigando dolores; sus ojos conocieron la vergüenza de las mujeres forzadas, y la rabia impotente de los hombres aherrojados peor que las bestias que cuidaban. Y el renombre de su bondad saltó de barranco en barranco, precediendo su llegada a la mansión de Don Juan.
 
Este ya le esperaba, cuando su peregrinación alcanzó las últimas lomas del valle. Jimenoa quiso ser la primera en besar su mano patriarcal, más en vano suplicó. Que Don Juan meditaba ya el castigo que imponer a la osadía del frailucho. Y con arrogante ademán ordenó hacerle pasar; a solas con sus esclavos de confianza.
 
-Don Juan, oíd la voz de Dios. Don Juan, habéis pecado, y el cielo tiene contados vuestros desmanes. Don Juan, arrepentíos a tiempo...
-Condenado fraile, callad. Guardad vuestros insultos.
 
-No he de callar, Don Juan; que si mi voz flaqueara y enmudeciera, alzarían su voz las rocas de la cordillera, testigos de vuestros crímenes; las rocas y los pinos, la tormenta y el huracán. Don Juan, estáis condenado y el cielo levanta su espada flamígera sobre vos. Don Juan, vengo a buscaros con la absolución.
 
-Silencio, deslenguado. ¿Sabéis a quién habláis? A don Juan de Jaraba, que se ríe de ti y de tu Dios. Soy el amo del valle, y ya me cansó vuestra presencia en é1. Oíd mi mandato: marchaos pronto, o por Belcebú que os haré matar.
-No me iré, Don Juan. Tengo una misión que cumplir: salvar tu alma, y liberar a tus esclavos. Mátame, si quieres; mi sangre caerá sobre ti y sobre tu estirpe. Medita, Don Juan.
 
El señor de Jaraba abandonó la estancia colérico, ordenando la prisión del fraile. Y antes de que el nuevo día alumbrara, todo el valle sabía que al rayar el sol sería despeñado por el precipicio, rasgado en la montaña. Solo Jimenoa nada sabía, que desvanecida ante el reclinatorio en que oraba, al escuchar los gritos de su esposo, la fiebre ganó su cuerpo y yacía insensible en el lecho, solitario desde meses antes.

Con apostólica mansedumbre emprendió el dominico el camino, bendiciendo a cuanta persona encontraba en la ruta. Que al correr la voz de su martirio fueron muchos los que subieron a besar sus hábitos, los hábitos de un santo. Ruta del calvario en la salvaje grandiosidad de la montaña tropical.

El sol refulgía ya sobre pinos y palmeras, cuando el grupo alcanzó las alturas del precipicio. El torrente rugía en su fondo, y las espumas salpicaban las laderas.
 
Silencio glacial en la cordillera. Un hombre embozado, aguardaba cerca del tajo; era Don Juan. Con los ojos inflamados por odio, la mandíbula enhiesta y fiera.
 
Y a él se dirigió el buen dominico, cuando sus guardianes le ataron las manos.
 
-Oídme, Don Juan, oídme por última vez. Vine por vuestra alma, y aún es tiempo, Don Juan. Un año tenéis de vida, un año y no más, Don Juan. Un año para arrepentiros, o un año para condenaros; vuestra suerte está ya sellada; oíd la voz del cielo, Don Juan. Moriréis dentro de un año, y tu hijo morirá, Don Juan. Nadie quedará del linaje de Jaraba, hasta vuestro recuerdo sangriento será olvidado; y serán los tuyos los que liberados, vivirán como señores en las tierras que fueron tuyas. Nada quedará de ti, Don Juan. Ni tu nombre, ni tu estirpe, ni tus tierras. Un año tienes delante; arrepiéntete, Don Juan.
 
Su voz había adquirido tonalidades de trueno que apagaron el rugido del torrente, y se esparcieron en dramática profecía a través del valle y de sus lomas. Los esclavos temblaban, sintiendo un soplo divino. Solo el astro rey avanzaba sin detenerse en su carrera.
-Acabad pronto, malditos ordenó la voz de Don Juan.
 
Y cegados, autómatas, los esclavos obedecieron. El cuerpo del dominico osciló en el vacío, antes de perderse en las espumas del torrente.
A Partir de aquel día, la cortadura fue llamada “el precipicio maldito”, y con terror huían de el los moradores del valle y la montaña. Más no fue el cuerpo del fraile mártir el único en ser despedazado entre sus rocas; pues acometido de bestial locura, recomido por las dudas y temores, Don Juan se lanzó a una carnicería sin freno, y uno tras otro eran arrojados sus esclavos en la sima mortal. El pánico descendió sobre los bohíos, y a todo riesgo sus hombres intentaron escapar. Que la maldición de Dios pesaba sobre aquella tierra.
 
Un año casi transcurrido había, cuando hasta el valle apartado llegaron lejanas nuevas de guerra. Allá lejos, en la capital de la colonia, resonaban los tambores pidiendo voluntarios para combatir contra los filibusteros franceses, cada día más osados en sus depredaciones. De las ciudades del Cibao partían columnas de combatientes. Y un emisario subió hasta la cordillera en busca del Señor de Jaraba, cuya valentía era universalmente popular.
 
Ni un momento tan solo dudó Don Juan. Era acaso el ansia oculta que le recomiera toda la vida: la guerra. Y con refinado placer, preparó los detalles de la expedición. El solo armó a su tropa de esclavos y colonos, y al frente de ellos partió una mañana del mes de abril.

Doña Jimenoa, consumida por el dolor y la angustia le vió partir. Ya no era la moza de carnes apretadas y jugosas que retozaba en las aguas del río. El pesar arrugó su frente y blanqueó sus sienes; más en sus ojos brillaba la misma mirada que horadó el alma de Don Juan la tarde de bodas, en la cima del puerto. Le amaba; le amaba con desesperación.

A su lado, ignorante de la tragedia, y atraído por la vistosidad de la escena, apenas sí podía mantenerse quieto el pequeño, Miguel José. Rapaz de poco más de diez años, era el aguilucho en que se recreaba el padre. Quien ya a caballo, le tomó en sus brazos y le besó con ternura, acaso la única ternura que albergaba aquel alma de acero. Y por la mañana encendida de luces, cruzó como un fantasma la profecía frailuna.
Pocos días quedaban para cumplirse el plazo. La columna de Jaraba había ganado ya las tierras capitaleñas, y el ejército colonial se aprestaba a partir hacia poniente. En el palacio de la cordillera, Doña Jimenoa lloraba al pie del lecho de su hijo.
 
Pues, herido de súbita enfermedad, en vano se afanaban médicos y curanderos buscando un remedio que aplacara su fiebre. En los bohíos se susurraban rumores de muerte. Y algunos aseguraban oír de noche la voz del fraile que llamaba desde la sima del torrente.
 
Al fin partió un mensajero hacia Santo Domingo, a marchas forzadas. Al fin llegó a tiempo antes de que el ejército se hubiera puesto en marcha. Y al punto Don Juan, abandonando hombres e ilusiones, se puso en camino en el mejor caballo que pudo hallar. Que su hijo lo era todo.
Tres días y tres noches galoparon casi sin descansar; y al anochecer del tercero coronaron el puerto que da acceso al valle. Nubes de tormenta se arremolinaban sobre los picachos de la cordillera, y la oscuridad era cerrada. Más poco faltaba ya, y aguijoneando a las agotadas monturas, cruzaron vegas y postreros, e iniciaron la postrer subida.
 
La tormenta se desató entonces; los truenos repercutieron en los barrancos, y los rayos culebrearon entre las sombras; cortinas densas de agua, que azotaban caballos y jinetes. Lentamente, luchando contra el viento y el aguacero, aún avanzaron monte arriba; sus acompañantes hablaban de aguardar en un bohío, más Don Juan siguió adelante. Que ya divisaba a lo lejos los muros de su mansión.

Aún consiguió avivar el paso; y ya casi coronaba la postrer altura, cuando, rasgando nubes y pinos, una centella cayó a sus pies. El caballo, encabritado, loco de pavor, se desbocó en satánico galope, y sin obedecer bridas ni espuelas, cruzó los pinares con la impetuosidad del huracán. Fue entonces, a la luz del rayo, cuando Don Juan recordó la fecha.

El plazo estaba cumplido. Y tenía que morir.

Fatal carrera bajo la tormenta, deslumbrado por la cárdena luz de los relámpagos; hasta llegar al tajo del precipicio maldito. Cegado aún el corcel, brincó al abismo, relinchando salvaje. Don Juan, despedido de la silla, volteó en el vacío, y al caer quedó prendido de un matorral, el único que crecía en la cortadura.
 
El torrente rugía llamándole, y entre la espuma salían a recibirle los rostros petrificados de sus víctimas. Ronco coro de gemidos y amenazas; sepulcral sinfonía de la casa de Jaraba.
 
-Misericordia, Dios mío!
 
Apenas pudo balbucir, antes que cedieran las raíces. Y al abismo cayó Don Juan, al rayar la media noche.
 
El médico y los esclavos que le acompañaban, en vano habían querido seguirle en la infernal carrera. Más no titubearon en el camino; que conocían la profecía. Y estremecidos de espanto, tan solo pudieron recoger la capa del muerto, sujeta al borde del cañón.
 
Cuando el fúnebre cortejo sin cadáver ganó las puertas del palacio señorial, una madre gemía al pie del lecho de su hijo. El último vástago de Jaraba acababa de morir. Y aún transida por el mazazo, escuchó la narración entrecortada de la tragedia.
 
La esperaba. Era el fin de sus ilusiones; la profecía estaba cumplida. Todo había muerto; solo quedaba su amor, el espectro de su amor desesperado. Y apartando a cuantos le cerraron el paso, con la vista fija y su hijo en brazos, arropado en la sábana convertida en sudario, se perdió en la noche, camino del torrente.
 
Hace muchos, muchos años que pasó. Nada queda del solar de Jaraba; ni sus hombres, ni su casa, ni su recuerdo. Los esclavos fueron libres y hoy pueblan los confines del valle. Sólo queda el espectro de Jimenoa, que en los días de tormenta, cuando el aguacero decrece y el viento comienza a aullar, surge de las sombras y recorre el cauce que perpetua su nombre, en busca del esposo perdido la noche aquella. Y a través de lomas y barrancos, el eco repite su grito de angustia.

Don Juan..., Don Juan... Don Juan..............” (Jesús de Galindez. Cinco leyendas del Trópico. 1944)

Esta serie es una colaboración del Foro Cultura de Jarabacoa.

Información adicional

Secciones

Noticias Regionales

Nosotros

Síguenos

MunicipiosAlDia Alianzas

1. El precipicio maldito: Leyenda del Salto de Jimenoa - MunicipiosAlDia.com :: Edición República Dominicana
Logo
Imprimir esta página

1. El precipicio maldito: Leyenda del Salto de Jimenoa

Otra leyenda sobre nuestros aborígenes  tainos de Jarabacoa y los españoles que lo exterminaron es la que nos presenta Jesús de Galindez, en su obra Cinco leyendas del Trópico. Veamos.

“Fue hace muchos años, mucho antes de que vinieran los haitianos. Era por entonces amo y señor del valle y de todos sus hatos, don Juan de Jaraba, último vástago de la recia estirpe de colonizadores que dieran su nombre al valle; joven, fuerte, en la plenitud de la vida, heredó de sus mayores la decisión y la audacia.

Temido de sus esclavos y admirado por las mujeres, su nombre corría de loma en loma con satánica aureola. Que poco valía para la vida humana y la virginidad era tan sólo acicate de sus deseos.
 
Una sola mujer resistió su lujuria, y acaso por ello fue la única que a la postre consiguió rendirle.
 
Jimena se llamaba la moza. Tierno capullo apenas abierto a la luz del día; bella como el amanecer; soñadora y pura.
 
Una Mañana marchaba Don Juan a caballo por los pinares que cerraban sus posesiones, cuando, al acercarse a la ribera de un arroyo, sus ojos desfloraron la confiada desnudez de la muchacha, quien, ignorante de su presencia y fiada en la soledad del paraje, retozaba en las aguas que besaban sus carnes ebúrneas y transparentes. Manjar de Dioses para el sensual caballero. Más acaso fuera la sin par belleza de la criatura, acaso la sorpresa, o tal vez un último vestigio de delicadeza, que, tascando sus impulsos lujuriosos, frenó el caballo, y, guarecido tras unos matorrales, contempló la escena ocultando su presencia.
 
Sólo un rato después, cuando ya vestida y peinada subía hacia el camino, se atrevió a abordarla requebrando su hermosura. La muchacha bajó los ojos y trató de apretar el paso esquivando sus acosos. Que bien pronto había reconocido al Señor de Jaraba; y el corazón le palpitaba de miedo, y acaso de emoción inconfesada. Llegó un instante en que Don Juan le cerró el paso pretendiendo abrazarla; era el sistema que nunca le fallara. Más la doncella, recobrando fuerzas en su pudor ultrajado, abofeteó reciamente las mejillas que se acercaban anhelantes de lujuria. La sorpresa detuvo unos instantes al osado galán, lo que aprovechó la pudorosa virgen para deslizarse a través de una valla espinosa y huir llamando a un forzudo mastín, que pronto acudió en su ayuda.

Aquella noche los deseos insatisfechos desvelaron al Señor de Jaraba, mientras ‘un rubor de vergüenza desvelaba los sueños de Jimena, sueños que, pese a sus propósitos, se adueñaron de su alma cuando a la siguiente mañana escuchó el galopar de un pesado caballo en la senda que conducía hacia la estancia familiar.

Que era guapetón y fornido el mozo, y la sangre bullía en las venas de la mozuela. Varios días duró el cortejo; y al fin, vencido de amores, le ofreció matrimonio para hacerla señora del valle. Y aquella misma tarde, a la grupa del brioso alazán la llevó hasta la iglesia de la Santa Concepción de La Vega Real, donde un atemorizado vicario les unía en santo vínculo, dispensando proclama y cánones superfluos.
 
La brisa peinaba los pinares y cantaba por las torrenteras, cuando treparon el puerto con las primeras sombras del anochecer. Al llegar a la cima, reposaron un instante, contemplando el valle.
 
-Jimenoa, todo esto es tuyo. Y tú eres mía.
-Para siempre, Don Juan.
 
El caballo partió al galope rumbo hacia poniente. Un beso frenético selló la entrega de la doncella virgen, enamorada del hombre varonil y audaz, sin pensar en nada más que en su amor. Y los rumores de la noche esparcieron por el valle la buena nueva de que el solar de Jaraba había ganado una linda castellana, y sus moradores una dueña todo corazón. Jimenoa, como é1 la llamó con el acento de sus mayores.
 
Algún tiempo duró su bienhechora influencia; jornadas de ilusión, de las que nació un tierno vástago, Miguel José, en quien los ojos azules de la madre rompían la dureza de facciones de los Jaraba. Y el padre, cansado acaso de la prolongada monogamia, reservó todo su cariño para el futuro heredero cuando sus ardores de galán le lanzaron de nuevo a la conquista de sus esclavas y vecinas. Más el amor de Jimenoa permaneció intacto, ciega a toda infidelidad, soñando en aquel galope sensual a través de los pinares.

Mientras Miguel José crecía, la fama de Don Juan cobró nuevos tintes sanguinolentos. Nunca como entonces fueron forzados sus hombres al agotador trabajo en las minas de oro; nunca como entonces rugió el látigo sobre las cuadrillas de esclavos; nunca como entonces su nombre fue odiado en el valle.

Cierto día, un venerable dominico, de luenga barba encanecida por los años de apostolado, subió desde la ciudad de La Vega.
Esclavos fugitivos le contaron los horrores que acontecían en las apartadas lomas, feudo de los Jaraba, y con el mismo celo que antaño vibrara en los labios del Padre Montesinos, marchó a cumplir con su deber de caridad.
 
Primero recorrió los ranchos y bohíos, cicatrizando heridas y mitigando dolores; sus ojos conocieron la vergüenza de las mujeres forzadas, y la rabia impotente de los hombres aherrojados peor que las bestias que cuidaban. Y el renombre de su bondad saltó de barranco en barranco, precediendo su llegada a la mansión de Don Juan.
 
Este ya le esperaba, cuando su peregrinación alcanzó las últimas lomas del valle. Jimenoa quiso ser la primera en besar su mano patriarcal, más en vano suplicó. Que Don Juan meditaba ya el castigo que imponer a la osadía del frailucho. Y con arrogante ademán ordenó hacerle pasar; a solas con sus esclavos de confianza.
 
-Don Juan, oíd la voz de Dios. Don Juan, habéis pecado, y el cielo tiene contados vuestros desmanes. Don Juan, arrepentíos a tiempo...
-Condenado fraile, callad. Guardad vuestros insultos.
 
-No he de callar, Don Juan; que si mi voz flaqueara y enmudeciera, alzarían su voz las rocas de la cordillera, testigos de vuestros crímenes; las rocas y los pinos, la tormenta y el huracán. Don Juan, estáis condenado y el cielo levanta su espada flamígera sobre vos. Don Juan, vengo a buscaros con la absolución.
 
-Silencio, deslenguado. ¿Sabéis a quién habláis? A don Juan de Jaraba, que se ríe de ti y de tu Dios. Soy el amo del valle, y ya me cansó vuestra presencia en é1. Oíd mi mandato: marchaos pronto, o por Belcebú que os haré matar.
-No me iré, Don Juan. Tengo una misión que cumplir: salvar tu alma, y liberar a tus esclavos. Mátame, si quieres; mi sangre caerá sobre ti y sobre tu estirpe. Medita, Don Juan.
 
El señor de Jaraba abandonó la estancia colérico, ordenando la prisión del fraile. Y antes de que el nuevo día alumbrara, todo el valle sabía que al rayar el sol sería despeñado por el precipicio, rasgado en la montaña. Solo Jimenoa nada sabía, que desvanecida ante el reclinatorio en que oraba, al escuchar los gritos de su esposo, la fiebre ganó su cuerpo y yacía insensible en el lecho, solitario desde meses antes.

Con apostólica mansedumbre emprendió el dominico el camino, bendiciendo a cuanta persona encontraba en la ruta. Que al correr la voz de su martirio fueron muchos los que subieron a besar sus hábitos, los hábitos de un santo. Ruta del calvario en la salvaje grandiosidad de la montaña tropical.

El sol refulgía ya sobre pinos y palmeras, cuando el grupo alcanzó las alturas del precipicio. El torrente rugía en su fondo, y las espumas salpicaban las laderas.
 
Silencio glacial en la cordillera. Un hombre embozado, aguardaba cerca del tajo; era Don Juan. Con los ojos inflamados por odio, la mandíbula enhiesta y fiera.
 
Y a él se dirigió el buen dominico, cuando sus guardianes le ataron las manos.
 
-Oídme, Don Juan, oídme por última vez. Vine por vuestra alma, y aún es tiempo, Don Juan. Un año tenéis de vida, un año y no más, Don Juan. Un año para arrepentiros, o un año para condenaros; vuestra suerte está ya sellada; oíd la voz del cielo, Don Juan. Moriréis dentro de un año, y tu hijo morirá, Don Juan. Nadie quedará del linaje de Jaraba, hasta vuestro recuerdo sangriento será olvidado; y serán los tuyos los que liberados, vivirán como señores en las tierras que fueron tuyas. Nada quedará de ti, Don Juan. Ni tu nombre, ni tu estirpe, ni tus tierras. Un año tienes delante; arrepiéntete, Don Juan.
 
Su voz había adquirido tonalidades de trueno que apagaron el rugido del torrente, y se esparcieron en dramática profecía a través del valle y de sus lomas. Los esclavos temblaban, sintiendo un soplo divino. Solo el astro rey avanzaba sin detenerse en su carrera.
-Acabad pronto, malditos ordenó la voz de Don Juan.
 
Y cegados, autómatas, los esclavos obedecieron. El cuerpo del dominico osciló en el vacío, antes de perderse en las espumas del torrente.
A Partir de aquel día, la cortadura fue llamada “el precipicio maldito”, y con terror huían de el los moradores del valle y la montaña. Más no fue el cuerpo del fraile mártir el único en ser despedazado entre sus rocas; pues acometido de bestial locura, recomido por las dudas y temores, Don Juan se lanzó a una carnicería sin freno, y uno tras otro eran arrojados sus esclavos en la sima mortal. El pánico descendió sobre los bohíos, y a todo riesgo sus hombres intentaron escapar. Que la maldición de Dios pesaba sobre aquella tierra.
 
Un año casi transcurrido había, cuando hasta el valle apartado llegaron lejanas nuevas de guerra. Allá lejos, en la capital de la colonia, resonaban los tambores pidiendo voluntarios para combatir contra los filibusteros franceses, cada día más osados en sus depredaciones. De las ciudades del Cibao partían columnas de combatientes. Y un emisario subió hasta la cordillera en busca del Señor de Jaraba, cuya valentía era universalmente popular.
 
Ni un momento tan solo dudó Don Juan. Era acaso el ansia oculta que le recomiera toda la vida: la guerra. Y con refinado placer, preparó los detalles de la expedición. El solo armó a su tropa de esclavos y colonos, y al frente de ellos partió una mañana del mes de abril.

Doña Jimenoa, consumida por el dolor y la angustia le vió partir. Ya no era la moza de carnes apretadas y jugosas que retozaba en las aguas del río. El pesar arrugó su frente y blanqueó sus sienes; más en sus ojos brillaba la misma mirada que horadó el alma de Don Juan la tarde de bodas, en la cima del puerto. Le amaba; le amaba con desesperación.

A su lado, ignorante de la tragedia, y atraído por la vistosidad de la escena, apenas sí podía mantenerse quieto el pequeño, Miguel José. Rapaz de poco más de diez años, era el aguilucho en que se recreaba el padre. Quien ya a caballo, le tomó en sus brazos y le besó con ternura, acaso la única ternura que albergaba aquel alma de acero. Y por la mañana encendida de luces, cruzó como un fantasma la profecía frailuna.
Pocos días quedaban para cumplirse el plazo. La columna de Jaraba había ganado ya las tierras capitaleñas, y el ejército colonial se aprestaba a partir hacia poniente. En el palacio de la cordillera, Doña Jimenoa lloraba al pie del lecho de su hijo.
 
Pues, herido de súbita enfermedad, en vano se afanaban médicos y curanderos buscando un remedio que aplacara su fiebre. En los bohíos se susurraban rumores de muerte. Y algunos aseguraban oír de noche la voz del fraile que llamaba desde la sima del torrente.
 
Al fin partió un mensajero hacia Santo Domingo, a marchas forzadas. Al fin llegó a tiempo antes de que el ejército se hubiera puesto en marcha. Y al punto Don Juan, abandonando hombres e ilusiones, se puso en camino en el mejor caballo que pudo hallar. Que su hijo lo era todo.
Tres días y tres noches galoparon casi sin descansar; y al anochecer del tercero coronaron el puerto que da acceso al valle. Nubes de tormenta se arremolinaban sobre los picachos de la cordillera, y la oscuridad era cerrada. Más poco faltaba ya, y aguijoneando a las agotadas monturas, cruzaron vegas y postreros, e iniciaron la postrer subida.
 
La tormenta se desató entonces; los truenos repercutieron en los barrancos, y los rayos culebrearon entre las sombras; cortinas densas de agua, que azotaban caballos y jinetes. Lentamente, luchando contra el viento y el aguacero, aún avanzaron monte arriba; sus acompañantes hablaban de aguardar en un bohío, más Don Juan siguió adelante. Que ya divisaba a lo lejos los muros de su mansión.

Aún consiguió avivar el paso; y ya casi coronaba la postrer altura, cuando, rasgando nubes y pinos, una centella cayó a sus pies. El caballo, encabritado, loco de pavor, se desbocó en satánico galope, y sin obedecer bridas ni espuelas, cruzó los pinares con la impetuosidad del huracán. Fue entonces, a la luz del rayo, cuando Don Juan recordó la fecha.

El plazo estaba cumplido. Y tenía que morir.

Fatal carrera bajo la tormenta, deslumbrado por la cárdena luz de los relámpagos; hasta llegar al tajo del precipicio maldito. Cegado aún el corcel, brincó al abismo, relinchando salvaje. Don Juan, despedido de la silla, volteó en el vacío, y al caer quedó prendido de un matorral, el único que crecía en la cortadura.
 
El torrente rugía llamándole, y entre la espuma salían a recibirle los rostros petrificados de sus víctimas. Ronco coro de gemidos y amenazas; sepulcral sinfonía de la casa de Jaraba.
 
-Misericordia, Dios mío!
 
Apenas pudo balbucir, antes que cedieran las raíces. Y al abismo cayó Don Juan, al rayar la media noche.
 
El médico y los esclavos que le acompañaban, en vano habían querido seguirle en la infernal carrera. Más no titubearon en el camino; que conocían la profecía. Y estremecidos de espanto, tan solo pudieron recoger la capa del muerto, sujeta al borde del cañón.
 
Cuando el fúnebre cortejo sin cadáver ganó las puertas del palacio señorial, una madre gemía al pie del lecho de su hijo. El último vástago de Jaraba acababa de morir. Y aún transida por el mazazo, escuchó la narración entrecortada de la tragedia.
 
La esperaba. Era el fin de sus ilusiones; la profecía estaba cumplida. Todo había muerto; solo quedaba su amor, el espectro de su amor desesperado. Y apartando a cuantos le cerraron el paso, con la vista fija y su hijo en brazos, arropado en la sábana convertida en sudario, se perdió en la noche, camino del torrente.
 
Hace muchos, muchos años que pasó. Nada queda del solar de Jaraba; ni sus hombres, ni su casa, ni su recuerdo. Los esclavos fueron libres y hoy pueblan los confines del valle. Sólo queda el espectro de Jimenoa, que en los días de tormenta, cuando el aguacero decrece y el viento comienza a aullar, surge de las sombras y recorre el cauce que perpetua su nombre, en busca del esposo perdido la noche aquella. Y a través de lomas y barrancos, el eco repite su grito de angustia.

Don Juan..., Don Juan... Don Juan..............” (Jesús de Galindez. Cinco leyendas del Trópico. 1944)

Esta serie es una colaboración del Foro Cultura de Jarabacoa.

Información adicional

Artículos relacionados (por etiqueta)

Copyright © MunicipiosAlDía.com :: Edición República Dominicana o sus licenciadores . Exceptuando cuando se indique lo contrario, los contenidos se publican bajo licencia Creative Commons Atribución-Compartir Igual CC BY-SA . Sala de Redacción en Santo Domingo, República Dominicana.