Recuerdo, en los días que el muro de Berlín se vino abajo, que Silvano Lora, Pedro Mir y yo, ocupando asientos en el espacio principal del atelier de Silvano en la avenida Pasteur (que también se aprovechaba para los encuentros de cada jueves con sus amigos), nos planteábamos apasionadamente el futuro, no de la cultura, sino de las culturas; es decir, de los componentes físicos y abstractos que moldean la totalidad de las producciones sociales y que, a la larga, impregnan a las naciones de su singularidad, esa cualidad que, evadiendo lo que numérica o cuantitativamente no responde a la especificidad local, crea la diferencia entre los pueblos y naciones, y que Heidegger, sabiamente, expuso «como el valor de un ser —su poder— que puede medirse por su capacidad de recrearse», asegurando que «un ser es tanto más singular cuanto más capaz es de recrearse» (Martin Heidegger: "Identität und differenz, neske, pfullingen", 1957).