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Los campamentos de refugiados solicitados al Dr. Balaguer por Bill Clinton

Hace algunos días, mientras investigaba y meditaba sobre la problemática migratoria que tanto preocupa a un importante sector de la población dominicana, me tropecé con un interesante trabajo publicado por el amigo Oscar Medina en el Listín Diario, del 22 de septiembre de 2014. Ese enjundioso artículo se fundamenta en un documento, que el autor tilda de anónimo, titulado “Rasgando las tinieblas de la historia”, que contiene las posiciones asumidas por algunos exmandatarios de entonces cuando se opusieron a los favores solicitados por el presidente estadounidense, Bill Clinton, con relación a la concesión de asilo a emigrantes haitianos. Antes de señalar las posiciones de los mandatarios latinoamericanos se debe recordar que, en la década de los años 90, varios países europeos endurecieron sus requisitos de visado para los africanos y caribeños que desearan penetrar a sus territorios. 

Precisamente en ese contexto se produjo el golpe de Estado en Haití en septiembre de 1991, generándose una estampida de emigrantes hacia la República Dominicana, los Estados Unidos y otras naciones. Para los Estados Unidos constituía un problema la gran cantidad de solicitudes de asilo de nacionales haitianos capturados en alta mar que deseaban tocar territorio norteamericano, razón por la cual eran devueltos a su país de origen sin tomar en consideración la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951. En ese momento, tanto Bush como Clinton reafirmaban la soberanía de su nación para justificar las masivas repatriaciones realizadas a contrapelo del principio de no devolución consignado en la referida Convención de Refugiados de 1951. Fue en este contexto que Clinton, quien había asumido la presidencia en enero de 1993, solicitó a diversos mandatarios latinoamericanos la posibilidad de admitir refugiados haitianos que los norteamericanos no deseaban acoger en su territorio.

Como bien apunta Oscar Medina, al referirse al constante incremento del éxodo haitiano, al expresar: “Luego de decapitada la dictadura duvalierista a mitad de los años ochenta, la migración haitiana fue en constante aumento, fomentada por el deterioro económico y político de esa nación, y ya para inicios de los años 90 constituía un verdadero dolor de cabeza para los países desarrollados. De forma muy particular para Estados Unidos, que desde finales de 1991 fortaleció su vigilancia marítima para interceptar a los haitianos que intentaban ingresar a su territorio”. En efecto, así sucedieron los hechos y los norteamericanos en franca violación al artículo 33 de la Convención sobre Refugiados de 1951, efectuaban devoluciones o repatriaciones forzadas, y solicitaban simultáneamente colaboración de otros países para ubicar ese excedente poblacional del vecino país. Esas medidas generaron una ola de críticas que obligó al presidente Clinton a requerir la ayuda de no pocos de sus homólogos hispanoamericanos.

Más claramente, lo que se pretendía era que los haitianos interceptados en alta mar por la Guardia Costera estadounidense se les permitiese presentar sus solicitudes de asilo en los buques para ubicarlos en terceros países, excepto en territorio norteamericano. La opción era devolverlos a Haití o trasladarlos a países que estuvieran dispuestos a recibirlos, situación que motivó a la administración encabezada por Clinton a negociar con diversos gobiernos. ¿Resultado? Todos los gobernantes que fueron consultados, sin excepción, se negaron categóricamente a las sugerencias planteadas por el gigante del Norte. El caso de Venezuela, históricamente vinculado a Haití por la ayuda recibida por Bolívar de manos de Pétion en el siglo XIX, resulta harto elocuente. Rafael Caldera, a la sazón agotaba su segundo período presidencial, cuando expresó: “nos produce mucha pena la deplorable situación de los haitianos, siempre los hemos ayudado y estamos en disposición de ofrecer cualquier tipo de ayuda humanitaria, pero acceder a brindarles asilo en nuestro país es diferente. Esa descabellada propuesta es imposible de aceptar, los venezolanos no me lo perdonarían nunca, sería incapaz de traicionar la confianza que por segunda ocasión han depositado en mí”.

A eso se llama defender el interés nacional, el cual es sagrado para cualquier ciudadano, máxime cuando se encuentra dirigiendo los destinos de un pueblo. De manera que interpretar, defender y representar los intereses colectivos es una tarea que exige suprema dignidad y auténtica vocación de servicio. Caldera, quien conocía los vínculos históricos de ambas naciones, no se atrevió a acceder a la petición formulada en aquella ocasión por considerarla lesiva para su país. Lo mismo sucedió con el mandatario de Costa Rica, José Figueres, quien afirmó: “No me parece que ningún país de América Latina esté en condiciones de hacerse cargo del enorme problema que representan los emigrantes haitianos”. En esa misma dirección se pronunció el presidente cubano, Fidel Castro, al señalar que los haitianos que tocaban sus costas eran atendidos en los hospitales y se les proporcionaba ropa y medicamentos. Ahora bien, tan pronto las condiciones eran propicias “todos serán reembarcados en sus reacondicionados botes y remolcados por lanchas de nuestra marina, hasta las proximidades de las costas de Haití”. Así establecía límites entre lo que es el trato humanitario y solidario y la defensa del interés nacional, misión suprema de todo gobernante.

Asimismo, el exmandatario colombiano, Ernesto Samper, se negó a que se establecieran campamentos temporales de refugiados en el territorio de su país, calificando esta iniciativa como “absolutamente inaceptable”. Por otra parte, en 1994, el expresidente Joaquín Balaguer puntualizó: “funcionarios del Gobierno norteamericano y Organismos Internacionales han insistido en que la República Dominicana conceda refugio a los haitianos que están abandonando su país en embarcaciones hacia los Estados Unidos y algunos otros destinos; asimismo esos funcionarios me reiteraron el compromiso del gobierno norteamericano de responsabilizarse por completo, de todos los gastos que conllevaría la construcción de las instalaciones que servirían de campamentos, en territorio dominicano, a los refugiados haitianos. Asegurando además que proveerían toda alimentación y medicamentos que sean necesarios en los mismos”. Estas solicitudes de refugio para nacionales haitianos tenían como contrapartida la concesión de préstamos y reconocimientos al exgobernante, quien rehusó esta clase de facilidades por entender el perjuicio que ocasionaría al pueblo dominicano asumir esa población extranjera. Esta posición patriótica, al negarse a la instalación de campamentos en suelo dominicano, le fue cobrada dos años más tarde cuando se le recortó el período presidencial. Pero cerró su ciclo histórico con suprema dignidad, al pagar el precio de preservar la soberanía de nuestro país.

Se dice popularmente que lo importante no es la manera de comenzar, sino la de concluir. Definitivamente que el doctor Balaguer culminó con hidalguía su carrera política al negarse, igual que otros exmandatarios hispanoamericanos, a aceptar imposiciones en detrimento de sus conciudadanos. Basta con leer las palabras pronunciadas en aquella ocasión: “Sería para mí un auténtico despropósito aceptar el asentamiento de haitianos en tierra dominicana! ¡un desconocimiento…una negación y una ofensa a la memoria de tantos dominicanos que todo lo sacrificaron por la patria, por esta patria de Duarte, de Sánchez y de Mella!”. A eso se le llama tener conciencia histórica, sentimiento patriótico y asumir responsabilidades con valentía. Situación muy distinta a la ocurrida veinte años después cuando otro exmandatario asumió la aprobación de una ley antinacional e inconstitucional, redactada en el extranjero, con el único propósito de fracturar la identidad nacional. Como bien afirma Oscar Medina en su artículo: “Recordar esas palabras de dignidad trae nostalgias de tiempos donde los intereses nacionales eran mejor defendidos”. Ciertamente ese sentimiento nacionalista, sentido de pertenencia y amor patrio ha ido menguando en un sector de nuestra clase gobernante.

Si bien es verdad que para cierta élite intelectual y económica resulta indiferente la pérdida de nuestra soberanía, no menos cierto es que el pueblo llano permanece alerta y preocupado ante la afrenta que se viene consumando a la vista de todos. Se trata de un problema que tarde o temprano tendrá que enfrentar la población dominicana, al margen de su comprometida dirigencia política y corrompida clase empresarial. Todo en la vida tiene límites; la tolerancia, paciencia y mansedumbre de la población podría terminar en cualquier momento. La corrupción generalizada, que abarca a civiles y militares en el tráfico ilegal de indocumentados, es alarmante. Un amigo me informó recientemente sobre el peaje que se paga en cada retén militar para transportar esos ilegales a diferentes puntos de la geografía nacional. Incluso me explicó como indocumentados que se encuentran en suelo dominicano, una vez alcanzan cierta estabilidad económica, envían choferes para buscar en puntos fronterizos a otros familiares que ingresan ilegalmente a nuestro territorio. Urge una rigurosa aplicación de la ley en materia migratoria, pues no se puede continuar violando impunemente disposiciones legales y constitucionales para beneficio de unos pocos y, peor aún, para complacer al poder extranjero que ha concebido solucionar el problema haitiano a expensas de los dominicanos. El anuncio para construir un muro fronterizo constituye un paso positivo, aunque insuficiente. El presidente Abinader debió otorgar un plazo para que todos los residentes ilegales regularicen su situación y, en caso de inobservancia, proceder a repatriarlos. 

Conviene volver la vista al pasado para revisar los antecedentes de una difícil situación por la que atraviesa un conglomerado humano, un auténtico drama que nunca ha sido abordado con seriedad por la comunidad internacional. Se debe prestar ayuda al pueblo con el que compartimos el dominio de la isla, pero con la mesura, prudencia y tino de no comprometer el interés general ni la soberanía como ha sucedido con nuestro país en el transcurso de los últimos años en que nos ha tocado la desdicha de ser gobernados por el PLD. No se le puede endosar al pueblo dominicano una carga que no tiene la obligación de sobrellevar ni las condiciones para resolver. Se le debe exigir a los gobernantes criollos que asuman posiciones claras y definidas con relación al infortunio de los vecinos, puesto que no podemos regalarles nuestro voto cada cuatro años sin antes conocer el nivel de su compromiso con la causa nacional.  Las posiciones asumidas por los gobernantes hispanoamericanos, en la última década del pasado siglo, debería servirnos de lección para aprender que no existe una misión más sagrada que la defensa del interés colectivo, garantizado por la supremacía de la Constitución.

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