Altagracia García, una mulata de pelo lacio y nariz perfilada, acababa de planchar la última pieza de ropa en su apartamento de Nueva York cuando oyó el timbre de la puerta. Puso la plancha sobre la tabla y la desenchufó; se alisó el pelo con las manos y se reajustó la blusa mientras caminaba en dirección a la puerta y la abrió. Ahí estaba, sonriente, Ramón Taveras.