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Aquel día que conocí a Oviedo

Conocí a Oviedo en el neurálgico año de 1963, durante una de mis frecuentes visitas al atelier de José Cestero, en la calle Arzobispo Meriño. Mi primera impresión de Oviedo fue de sorpresa, porque Cestero le había facilitado su estudio para que pintara una enorme valla publicitaria de la cerveza Presidente, la cual realizaba sobre una base de playwood. Cestero, que siempre ha sido muy hiperbólico en sus juicios, me expresó en un rincón aparte que:

—Oviedo era un genio sin pulir; uno de esos escapados de la cotidianidad a los que la academia no pudo atrapar.
Con esa sapiencia innata que hornea el pragmatismo que desgaja la vida, Cestero captó, aún siendo él un egresado de la ENBA (Escuela Nacional de Bellas Artes), que Oviedo no estaba impregnado de esa incomprensión hacia lo nuevo con que suelen egresar los académicos de sus respectivos centros de aprendizaje, siempre afanados en escarbar y sacar provecho de los adjetivos bombardeados por sus profesores, los cuales, por lo regular, los miran con desdén, por lo que anidan en ellos cierto miedo hacia los encuentros, hacia esos tránsitos por donde especulan que deben moverse en un mundo recién abierto. Y es ahí, donde los invade el vacío, la angustia de no saber, a ciencia cierta, qué camino tomar: si el postmodernismo, el abstraccionismo-post-pictórico, el cinetismo, el futurismo, el neoplasticismo, el dripping, el expresionismo-abstracto, el casualismo, el fauvismo, el computer art, el materismo, el neoconstructivismo, el art pouvre, el colour painting, el arte concreto, el tachismo, el vibracionismo, el minimalismo, etc., donde suelen encerrarse para avizorar el futuro.
Ramón Oviedo, en aquel 1963, no tenía ese problema; era un talento sin ataduras con la academia y, por lo tanto, todo el eclecticismo, toda la heterogeneidad compactada en sus conocimientos vivenciales, lo retaban ahora a embarcarse en la aventura vital del arte.
—¡Efraim —abundó Cestero, secreteándome y achicando los ojos como suele hacer cuando la pasión lo inunda—, ese tipo es un verdadero genio! ¡Fíjate como dibuja y pinta la botella sin utilizar referencias!
Aquella valla, de alrededor de 8 pies de alto por 24 de ancho, acometida con una pasmosa velocidad y precisión, me gritó desde el interior que aquel sujeto, Ramón Oviedo, estaba hecho para encarar las grandes superficies, esos paños que nos han vinculado didáctica, narratológica y estéticamente a través de la historia, lo cual probó unos meses después, cuando en plena Revolución de Abril —dos años después de aquel encuentro— se despachó, en menos de dos días, lo que sería el boceto de uno de los murales emblemáticos de la plástica dominicana: 24 de Abril, el cual no sólo establece estéticamente un homenaje a la más grande proeza bélica del país desde las guerras restauradoras, sino una expresión de júbilo, una venerable epifanía, un resplandeciente encuentro hacia quien fue, sin lugar a dudas, el gran guía de su travesía hacia la excelencia en la plástica: Pablo Ruiz Picasso.
Luego de aquella guerra patria, Oviedo realizó, para exaltar la resistencia de nuestros aborígenes, otro mural titulado Caonabo: primer prisionero político de América, que reposa para ser admirado en el Museo Bellapart.
Desde un poco más arriba de la mitad del pasado siglo, en 1963, y hasta estos inicios del Siglo XXI, Ramón Oviedo ha sido empleado muy por debajo de su potencial como muralista. Por eso creo firme, sincera y profundamente, que el talento para la muralística de Oviedo ha debido expandirse hacia las edificaciones públicas que albergan despachos burocráticos, colegios y áreas sociales. Oviedo no sólo rompió el esquema de la pintura mural implantado en las décadas del 40 y 50 por Vela Zanetti, sino que modificó el iniciado por el Maestro Jaime Colson en las décadas siguientes.
A partir del mural 24 de Abril Oviedo inició una carrera ascendente hacia un estilo que, albergándose en Picasso, evolucionó hasta alcanzar la magnitud esplendente de Mamamérica, Evolución, Historia de nuestro Hombre, Eterna lucha, arribando a la producción que se inicia con Súmmum, Justicia y Nacimiento de la Constitución. Al expresar esto, deseo tan sólo que la muralística nacional encuentre un amplio espacio para albergar la trayectoria histórica del país, su ancestro étnico, sus vicisitudes, la azarosa travesía de luchas que ya sobrepasa el siglo y medio y en donde la práctica de esa estética iniciada entre nosotros en los años cuarenta sirva como un merecido homenaje al Maestro Ramón Oviedo, el más completo productor plástico dominicano.

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Aquel día que conocí a Oviedo

Conocí a Oviedo en el neurálgico año de 1963, durante una de mis frecuentes visitas al atelier de José Cestero, en la calle Arzobispo Meriño. Mi primera impresión de Oviedo fue de sorpresa, porque Cestero le había facilitado su estudio para que pintara una enorme valla publicitaria de la cerveza Presidente, la cual realizaba sobre una base de playwood. Cestero, que siempre ha sido muy hiperbólico en sus juicios, me expresó en un rincón aparte que:

—Oviedo era un genio sin pulir; uno de esos escapados de la cotidianidad a los que la academia no pudo atrapar.
Con esa sapiencia innata que hornea el pragmatismo que desgaja la vida, Cestero captó, aún siendo él un egresado de la ENBA (Escuela Nacional de Bellas Artes), que Oviedo no estaba impregnado de esa incomprensión hacia lo nuevo con que suelen egresar los académicos de sus respectivos centros de aprendizaje, siempre afanados en escarbar y sacar provecho de los adjetivos bombardeados por sus profesores, los cuales, por lo regular, los miran con desdén, por lo que anidan en ellos cierto miedo hacia los encuentros, hacia esos tránsitos por donde especulan que deben moverse en un mundo recién abierto. Y es ahí, donde los invade el vacío, la angustia de no saber, a ciencia cierta, qué camino tomar: si el postmodernismo, el abstraccionismo-post-pictórico, el cinetismo, el futurismo, el neoplasticismo, el dripping, el expresionismo-abstracto, el casualismo, el fauvismo, el computer art, el materismo, el neoconstructivismo, el art pouvre, el colour painting, el arte concreto, el tachismo, el vibracionismo, el minimalismo, etc., donde suelen encerrarse para avizorar el futuro.
Ramón Oviedo, en aquel 1963, no tenía ese problema; era un talento sin ataduras con la academia y, por lo tanto, todo el eclecticismo, toda la heterogeneidad compactada en sus conocimientos vivenciales, lo retaban ahora a embarcarse en la aventura vital del arte.
—¡Efraim —abundó Cestero, secreteándome y achicando los ojos como suele hacer cuando la pasión lo inunda—, ese tipo es un verdadero genio! ¡Fíjate como dibuja y pinta la botella sin utilizar referencias!
Aquella valla, de alrededor de 8 pies de alto por 24 de ancho, acometida con una pasmosa velocidad y precisión, me gritó desde el interior que aquel sujeto, Ramón Oviedo, estaba hecho para encarar las grandes superficies, esos paños que nos han vinculado didáctica, narratológica y estéticamente a través de la historia, lo cual probó unos meses después, cuando en plena Revolución de Abril —dos años después de aquel encuentro— se despachó, en menos de dos días, lo que sería el boceto de uno de los murales emblemáticos de la plástica dominicana: 24 de Abril, el cual no sólo establece estéticamente un homenaje a la más grande proeza bélica del país desde las guerras restauradoras, sino una expresión de júbilo, una venerable epifanía, un resplandeciente encuentro hacia quien fue, sin lugar a dudas, el gran guía de su travesía hacia la excelencia en la plástica: Pablo Ruiz Picasso.
Luego de aquella guerra patria, Oviedo realizó, para exaltar la resistencia de nuestros aborígenes, otro mural titulado Caonabo: primer prisionero político de América, que reposa para ser admirado en el Museo Bellapart.
Desde un poco más arriba de la mitad del pasado siglo, en 1963, y hasta estos inicios del Siglo XXI, Ramón Oviedo ha sido empleado muy por debajo de su potencial como muralista. Por eso creo firme, sincera y profundamente, que el talento para la muralística de Oviedo ha debido expandirse hacia las edificaciones públicas que albergan despachos burocráticos, colegios y áreas sociales. Oviedo no sólo rompió el esquema de la pintura mural implantado en las décadas del 40 y 50 por Vela Zanetti, sino que modificó el iniciado por el Maestro Jaime Colson en las décadas siguientes.
A partir del mural 24 de Abril Oviedo inició una carrera ascendente hacia un estilo que, albergándose en Picasso, evolucionó hasta alcanzar la magnitud esplendente de Mamamérica, Evolución, Historia de nuestro Hombre, Eterna lucha, arribando a la producción que se inicia con Súmmum, Justicia y Nacimiento de la Constitución. Al expresar esto, deseo tan sólo que la muralística nacional encuentre un amplio espacio para albergar la trayectoria histórica del país, su ancestro étnico, sus vicisitudes, la azarosa travesía de luchas que ya sobrepasa el siglo y medio y en donde la práctica de esa estética iniciada entre nosotros en los años cuarenta sirva como un merecido homenaje al Maestro Ramón Oviedo, el más completo productor plástico dominicano.

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