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Adoloridos por la corrupción

La corrupción nos está arropando, y según firmas encuestadoras autorizadas (1) y estudios de entidades internacionales (2) la población dominicana está convencida de que en el país hay cada vez más corrupción. No se trata solo de una percepción. Hay diferentes registros que la ponen de manifiesto.

Es una corrupción múltiple, practicada en esferas estatales, en organizaciones sociales, en empresas, en escuelas, en la familia, en espacios formales e informales. Y por esta generalización, merece la atención urgente de todas las personas y entidades que colocan el interés general por encima de los intereses particulares, las virtudes por encima de las bajas pasiones.

De dónde sale la riqueza rápida que ostentan determinadas personas cuyos salarios o actividades no le permitirían tal acumulación durante toda su vida? No está a la vista de todos las sobrevaloraciones y reformulaciones presupuestarias escandalosas de obras? Acaso no se sabe de las maniobras en las compras públicas y de los conflictos de intereses que existen alrededor de las mismas?

Pero la corrupción administrativa no se circunscribe solamente a esa que se podría catalogar de corrupción abierta o vulgar, tipificada penalmente como cohecho o soborno, activo y pasivo. Hay otras variantes y formas sofisticadas que se han ido desarrollando, a veces con apariencia de legalidad, extendiendo la sombra de la corrupción a cada vez más sectores y niveles estatales.

Cómo se le podría llamar a los escandalosos supersueldos de que disfruta un selecto grupo de funcionarios, que multiplican por 100 y 150 veces el ingreso que obtienen más de un millón de dominicanos, sueldos que se han fijado ellos mismos, siendo juez y parte, violando un principio fundamental de la burocracia y de la administración, cónsono con el Estado de derecho, que es el de la existencia de reglas de aplicación general, nunca para favorecer a una persona en particular o favorecerse a sí mismos.

Ese favoritismo, tipificado en el artículo 102 de la Constitución anterior, y contenido ahora  en el artículo 146 de la Constitución actual, traducido como las ventajas que proporcionen los funcionarios públicos a sus asociados, familiares, allegados, amigos o relacionados, se ha ido convirtiendo en una práctica extendida, sinónimo, según Max Weber (1921) de atraso institucional, evidenciando de que la modernización del Estado dominicano aún está por hacer.

Se favorece en las ventas de propiedades del Estado, se favorece en las subastas públicas, se favorece en las asignaciones y exoneraciones de vehículos, en la abundancia de guardaespaldas pagados por el Estado, en fin, vivimos en una sociedad donde los méritos, la capacidad y los derechos adquiridos en base al trabajo vienen siendo sustituidos por las relaciones primarias y las relaciones partidarias, beneficiándose pequeños grupos en perjuicio de las mayorías y de los ingresos del Estado.

Cómo se le podría llamar al dispendio de los fondos públicos, expresado en gastos superfluos, en la repetición de gastos, en viajes innecesarios, en el financiamiento de comitivas faraónicas, en compras sin el debido examen de su necesidad y calidad, muchas veces sin concurso?

Y qué decir de lo que se ha denominado la pequeña corrupción en oficinas públicas, que según un estudio de 2007 ascendía a más de 6 000 millones de pesos al año (3).

Consideramos que desde el punto de vista moral no existe corrupción pequeña, pero es evidente que cada día los ciudadanos y ciudadanas entregan a empleados públicos pequeños pagos y regalos extra legales, para poder recibir a tiempo determinados servicios; de igual modo, se extraen de las oficinas públicas y empresas, objetos, materiales, bienes; y lo mismo ocurre hasta en los hogares con miembros de las familias.

Si tomar o recibir lo ajeno se convierte en una cultura todo se derrumba, pues la expoliación y el saqueo destruyen a las sociedades.

Estas malas prácticas, esta cultura no ética o más bien incultura, que tanto daño está haciendo a la riqueza pública y a la salud moral de la sociedad deben ser paralizadas.

No es que desde el Estado y la sociedad no se haya hecho algo en contra de la corrupción. Se han enviado al Congreso varios proyectos de leyes anti corrupción, aprobándose, por ejemplo, el Código de Ética del Servidor Público, la Ley de Contabilidad Gubernamental; se emitieron decretos como los que crean las Comisiones de Auditoría Social y las Unidades de Contraloría en cada institución, dependientes de la Contraloría General de la República; se empezó a transparentar las nóminas e iniciaron las compras electrónicas.

Posteriormente se han aprobado diferentes disposiciones legales que facilitan la lucha en contra de la corrupción, como son la Ley de Acceso a la Información Pública, la Ley de Compras y Contrataciones de Obras, Bienes, Servicios y Concesiones, las nuevas Leyes de la Cámara de Cuentas y de la Contraloría General, la nueva Ley de los Municipios, el decreto que crea la Comisión Nacional de Ética, entre otros.

De parte de la sociedad civil se han creado observatorios y otros programas de prevención y lucha en contra de la corrupción; lo mismo han hecho organismos y agencias internacionales que han financiado y asesorado programas de transparencia como el Sistema Integrado de Gestión Financiera (SIGEF) y la Iniciativa Participativa Anticorrupción (IPAC).

Por qué, entonces, la corrupción no se detiene, y "sigue su agitado curso"? Porque en Dominicana estamos fallando las personas. Transformar el aparato legal, incluso, todo el Estado, no basta; hay también que transformar a las personas. Tarea compleja y difícil, pero hay estrategias y experiencias exitosas que estamos obligados a ensayar, pues como he escrito en otras ocasiones, nos transformamos o sucumbimos como proyecto de nación.

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(1) Gallup.

(2) Banco Mundial, Encuesta de Gobernabilidad, 2005; Transparencia Internacional, Indice de Percepción de la Corrupción, 2006.

(3)Casals y Asociados/USAID, La Pequeña Corrupción en República Dominicana, 2007.

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